La política presenta distintos rostros; puede ser atractiva, aburrida, estimulante, deprimente y muchas cosas más. En estos días, las primarias en los Estados Unidos hacen que la veamos con frecuencia en una de sus manifestaciones repulsivas: la de la demagogia ignorante, agresiva, grosera, insultante y soberbia. Por supuesto, me refiero a Donald Trump, uno de los principales aspirantes a la nominación por el Partido Republicano.
Trump es un magnate de los negocios cuya fortuna se estima en miles de millones de dólares. Ha donado dinero a candidatos republicanos y demócratas en anteriores elecciones. Tanto le da un partido u otro; ha dicho que manejó la posibilidad de ser candidato independiente, antes de decidirse a luchar por obtener la nominación republicana. Hasta ahora Trump no había tenido actividad política, pero a los 70 años (nació en 1946) decidió que quiere ser presidente de su país. Nunca antes ocupó un cargo legislativo ni de gobierno, pero desde su particular punto de vista esa no es una carencia sino un mérito, porque lo excluye del grupo de «los políticos» a los que, por supuesto, destrata y desprecia. Pretende que los Estados Unidos «vuelvan a ser grandes», pero no dice cómo ni, mucho menos, para qué. Simpatiza con los «hombres fuertes», como Putin y Netanyahu, pero agravia colectivamente a los inmigrantes mexicanos, a los que llama ladrones y corruptos. Propone construir un muro entre México y los Estados Unidos, para frenar la inmigración ilegal, y obligar a México a que lo pague. Propone también prohibirle la entrada al país a los musulmanes; así, al barrer. Insulta a sus rivales por la candidatura republicana, insulta a los precandidatos demócratas, insulta a los periodistas, a los extranjeros y, obviamente, a «los políticos». El New York Times publicó hace pocos días una página entera con la lista de los insultos de Trump y sus destinatarios; seguramente tendrá que actualizarla a medida que transcurra la campaña.
Felizmente, los Trump no son los únicos habitantes del mundo de la política. El pasado 10 de noviembre falleció en Alemania, a los 96 años de edad, Helmut Schmidt. En Uruguay su muerte pasó desapercibida; si algo se publicó al respecto en algún medio local, confieso que me lo perdí. Es comprensible que así haya sido; pese a la importancia creciente de Alemania en Europa, desde aquí no seguimos lo que allá sucede, y además Schmidt renunció al cargo de Canciller Federal en 1982, cuando los uruguayos vivíamos en dictadura y nuestras prioridades no eran lo que pasaba en otros continentes. En Alemania, empero, Schmidt gozaba de gran prestigio. Se lo había ganado con su dedicación de siempre a la causa pública, con su integridad, con su rigor intelectual, con la independencia de criterio con la que consideraba los asuntos del Estado, sin perjuicio de su lealtad a su partido, el histórico Partido Social Demócrata. Schmidt empezó siendo funcionario del gobierno municipal de Hamburgo en 1949, fue luego diputado federal durante varios períodos, ministro de Finanzas del Canciller Willy Brandt y finalmente Canciller él mismo, cuando Brandt debió renunciar en 1974. Europeísta convencido, impulsó junto al francés Giscard D’Estaing la creación del Sistema Monetario Europeo del que resultó, finalmente, el euro. Mantuvo a Alemania Federal dentro de la NATO y apoyó firmemente a los Estados Unidos en los años de la Guerra Fría, pero promovió también el entendimiento con la Unión Soviética y con los demás países de la Europa Oriental, incluyendo a la República Democrática Alemana. Cuando a principios de los años ochenta la economía entró en recesión, se negó a recortar los fondos de los programas de bienestar social y eso le costó la pérdida del apoyo parlamentario y el cargo de Canciller (lo sucedería el cristianodemócrata Helmut Kohl). Mantuvo sin embargo su escaño en el Bundestag hasta 1987, cuando se retiró.
Helmut Schmidt fue un político profesional, no un aventurero de ocasión; fue un hombre de partido, no un oportunista; fue un socialdemócrata de firmes convicciones, no un «técnico» sin lealtades políticas; fue un estadista, no un empresario que por haber amasado una fortuna se creyera con aptitudes para conducir a una nación. Por todo eso, seguramente, en Alemania y en Europa se le seguía respetando y escuchando, muchos años después de que hubiera abandonado las posiciones de poder.
Las democracias pueden producir Schmidts o Trumps; son los pueblos los que eligen entre unos y otros. Si se mira a la política en busca de entretenimiento y espectáculo, como si fuera un programa de televisión; si no se tiene paciencia para las explicaciones largas de los temas complejos y se prefieren las respuestas de 30 segundos o los tuits de 140 caracteres; si al insulto efectista o a la apelación emotiva se les da más valor que al argumento racional; si la experiencia se considera un demérito y se premia la improvisación, van a ganar los Trump.
Si esa es la voluntad del pueblo, que se cumpla.
Después, eso sí, habrá que aguantar las consecuencias.
Columna publicada en Montevideo Portal.