El Senado brasileño decidió seguir adelante con el «impeachment» promovido contra la presidente Dilma Rousseff y la separó de su cargo, por un plazo que no puede exceder los 180 días.
No es la primera vez que la democracia brasileña echa a un presidente. También fue depuesto Fernando Collor de Melo en 1992, pero esto es otra cosa. Collor era el gobernador del pequeño estado nordestino de Alagoas e integraba un partido de derecha sin mayor peso político, cuando una fuerte campaña mediática lo catapultó a la presidencia. Luego, los medios le soltaron la mano y cayó en medio de un escándalo por imputaciones de corrupción, aunque finalmente (cuando ya había renunciado a su cargo) el Supremo Tribunal Federal lo absolvió; llegó sin antecedentes que lo prestigiaran y se fue sin dejar rastros, como desaparece una imagen en la pantalla de televisión. Dilma, en cambio, era la abanderada del proyecto político del PT. Tras integrar el gabinete de Lula obtuvo su bendición y fue la primera mujer elegida presidente del Brasil. Completó su primer mandato y logró la reelección para el segundo, gozando por momentos de altos índices de aprobación popular. Era la izquierda en el poder, en el país más importante de América Latina. Su caída, por el voto de abrumadoras mayorías en ambas cámaras del Congreso brasileño cuando su popularidad ya estaba por el piso, es un acontecimiento histórico, sin dudas.
A la izquierda uruguaya le cuesta asimilar lo que está sucediendo en Brasil. Sus dirigentes forjaron estrechos vínculos con el PT, con Lula y con Dilma (como lo hicieron también con los Kirchner, en Argentina, pese a lo mal que trataron a nuestro país), depositaron grandes esperanzas en ellos y no se resignan a verlos implicados en hechos de corrupción de magnitud tan grande como el propio Brasil y, además, derrotados; es como si la historia se rebelara y tomara un curso que la aparta del que el «progresismo» creía fijado para siempre.
Para defender a Dilma se plantean algunos argumentos que carecen de valor. Se dice, por ejemplo, que no se puede destituir a una mujer que llegó a la presidencia con el voto de 54 millones de brasileños. Esta opinión es inaceptable, porque implica que quien cuenta con apoyo popular puede hacer cualquier cosa, aunque vaya en contra de la Constitución. Esta es la negación de la idea del Estado de Derecho, según la cual todos los que ejercen el poder público deben hacerlo con arreglo a la ley y son responsables en caso contrario. La tesis de la impunidad presidencial choca frontalmente con la Constitución, además, porque es la Constitución la que ordena que el presidente sea elegido por el pueblo y establece el procedimiento para separarlo del cargo si comete delitos comunes (en cuyo caso debe juzgarlo el Supremo Tribunal Federal) o «crímenes de responsabilidad» (en cuyo caso actúa el Congreso, como lo está haciendo ahora).
Una variante menor del argumento anterior es la que dice que es absurdo que Dilma sea sustituida por Temer, cuyos índices de aprobación popular no superarían un misérrimo 2%. El punto es que Temer sucede a Dilma no porque sea más o menos popular, sino porque es el vicepresidente (cargo para el cual fue elegido, dicho sea de paso, por los mismos 54 millones de brasileños que votaron por Dilma en la misma fórmula presidencial). La función principal del vicepresidente es, precisamente, la de reemplazar al presidente cuando es preciso hacerlo.
Se dice también que Dilma no cometió delito alguno y que es personalmente ajena a los hechos de corrupción que enlodan a las elites políticas y empresariales brasileñas. Y bien: es cierto que no se le imputa ningún delito común, pero también lo es que el presidente del Brasil puede ser separado de su cargo tanto por la comisión de esos delitos (en cuyo caso lo juzga el Supremo Tribunal Federal) como por la comisión de «crímenes de responsabilidad», que son los que se le atribuyen a Dilma precisamente. Los crímenes de responsabilidad que puede cometer el presidente del Brasil son, «especialmente» (sic), los que enuncia el artículo 85 de la Constitución. Entre ellos se incluye los actos contrarios a la ley de presupuesto. Entre los actos expresamente prohibidos por las normas constitucionales que regulan la materia presupuestal está el abrir créditos suplementarios o especiales sin previa autorización legislativa (artículo 167, V), y este es el primero de los cargos contra Rousseff. Hay un denso informe de la Comisión Asesora de la Cámara de Diputados, de 128 páginas, que fundamenta rigurosamente la imputación, aportando el detalle de los créditos indebidamente abiertos por la presidente.
Hay que agregar que, si ella no se enriqueció personalmente, permitió que otros lo hicieran. En efecto, presidió el Consejo de Administración de Petrobrás entre 2003 y 2010. ¿Nunca vio ni oyó nada, siendo inteligente y educada como sin duda lo es? Hay que suponer que dejó hacer, para evitarse problemas con el PT y hasta con el propio Lula. Y cuando el juez Sergio Moro parecía decidido a procesar a Lula e incluso a disponer su prisión preventiva, Dilma quiso proteger a su líder y protector nombrándolo ministro de su gabinete, con lo cual lo hubiera puesto fuera del alcance de la investigación del juez. Esto ya es más que dejar hacer: es obstruir la acción de la justicia.
Se dice, finalmente, que ninguno de los cargos presentados contra Rousseff tiene entidad suficiente como para justificar su apartamiento de la presidencia. Esta es materia opinable, evidentemente. En el fútbol se discute muchas veces con pasión si se cometió o no un penal. En la tribuna las opiniones pueden estar divididas, pero no importa: el que decide es el juez. En materia de crímenes de responsabilidad el que decide es el Congreso, que se ha pronunciado de manera contundente por mayorías aún más amplias que las que requiere la Constitución.
Ojalá Brasil encuentre pronto, dentro de la Constitución, el camino de la recuperación. El pueblo brasileño lo merece y América Latina entera lo necesita.
Columna publicada en Montevideo Portal.