9 diciembre, 2024

En defensa del mérito

Por Ope Pasquet

En la media hora previa de una reciente sesión de la Cámara de Diputados, el diputado frenteamplista -y maestro- Enzo Malán abordó la cuestión de la elección de los abanderados en las escuelas públicas. Su intervención atrajo la atención del semanario Búsqueda, que en su edición del jueves 28 de julio reprodujo algunos de sus párrafos y aportó información complementaria.

Como es sabido, al final de cada año lectivo los alumnos de quinto año eligen, de una lista de condiscípulos preseleccionados por los maestros en función de sus calificaciones, conducta y asistencia, a quienes habrán de recibir, de manos de los alumnos de sexto -que dejan la escuela-, las banderas de Uruguay, de Artigas y de los Treinta y Tres; también eligen a los escoltas -dos por cada pabellón- que los acompañarán. Todo el procedimiento está regulado por normas dictadas por el Consejo de Primaria en el año 1989. Según parece, entre el día en que se difunde la lista de los preseleccionados y el de la votación, hay padres que desarrollan verdaderas campañas electorales entre los compañeros de sus hijos, para que sean estos los elegidos: invitan a los niños a “meriendas compartidas”, los llevan a comer a Mac Donald’s, etc. Obviamente, todo esto genera fricciones y conflictos entre padres y alumnos, que en ocasiones hacen necesaria la intervención de maestros e inspectores.

Para terminar con estas situaciones, el diputado Malán propone un cambio sustancial. “La bandera es un premio a los mejores”, dice; “el problema es que ser abanderado se convierte en una etiqueta que se asocia al éxito, a la inteligencia y al deber ser, no a lo cívico, a la educación ciudadana ni al patriotismo. Algunos han convivido muy bien con este sistema de abanderados, pero otros sienten que es un estigma (…). El acceso de todo el alumnado a la bandera debería ser una condición necesaria para la adquisición de aprendizajes. Por la importancia que hoy tienen en el colectivo social los actos patrios, esta distinción no debería ser un premio para pocos; se tendría que garantizar el acceso de todas y de todos”.

Confieso que no termino de comprender qué sistema se propone para sustituir al vigente, salvo en lo que sería su rasgo esencial y definitorio: llevar la bandera dejaría de ser “un premio a los mejores”, “un premio para pocos”, y se transformaría en una especie de bien público, el acceso al cual se garantizaría a “todas y todos”. Dejaría de haber abanderados; o mejor dicho: abanderados serían todos, los que logran las mejores calificaciones y los que reciben las peores; los de buena conducta y los de mala conducta también; los que no faltan nunca y los que suelen hacerlo; los que son buenos compañeros, y los otros. Todos iguales; todos con el mismo “acceso a la bandera”; nadie que pueda ser señalado como mejor que los demás, ni por sus aptitudes, ni por su conducta, ni por su modo de relacionarse con sus condiscípulos.

Pues bien: discrepo radicalmente con el planteamiento que acabo de resumir.

Yo creo que está bien que se premie a los escolares que se han distinguido por las calificaciones obtenidas, por la conducta que han observado y por la regularidad de su asistencia a clase, y que además de todo lo anterior han sabido ganarse el aprecio de sus compañeros (porque son ellos, en definitiva, los que eligen a los abanderados). Ante todo, porque es de estricta justicia que el esfuerzo sostenido y fructífero sea valorado y públicamente reconocido; y además, porque el reconocimiento otorgado a quienes lo merecen enseñará a los demás que el que se empeña en hacer las cosas bien recibe, al final del camino, su recompensa.

Es cierto que el premio a los mejores es un “premio para pocos”; por definición es así. Si todos fueran “mejores”, en realidad ninguno lo sería; serían todos iguales. Y la igualdad está bien en el punto de partida, que es donde todos deben tener las mismas oportunidades; pero no en el punto de llegada, que es donde el esfuerzo y sus resultados quedan a la vista y nunca o casi nunca son iguales.

Lo que todos compartimos es la dignidad de ser personas; en este plano sí que “nadie es más que nadie”. Pero a partir de ahí empiezan las diferencias, las infinitas diferencias entre los seres humanos. Algunas de esas diferencias son injustas, y está bien tratar de eliminarlas; pero otras son legítimas, y pretender suprimirlas o desconocerlas es contrariar la naturaleza humana, que requiere incentivos para el esfuerzo. La falta de incentivos apaga el entusiasmo de los que pueden crear y producir. Al final del día la que se perjudica y empobrece es la sociedad toda, que necesita del aporte de los mejores para que todos estén mejor.

El rotundo fracaso de las utopías colectivistas del siglo XX demuestra que igualar para abajo no es gratis. La China de Mao y su “revolución cultural” terminó empantanada en la miseria y el atraso; la China de Deng rompió con el igualitarismo destructivo del “Gran Timonel” y al liberar las energías productivas de los individuos y de la sociedad generó -sin exagerar ni un poco- el caso más espectacular de crecimiento económico y elevación del nivel de vida de grandes masas humanas que registra la historia de la humanidad.

La democracia republicana parte de la base de la igual dignidad de todas las personas (por eso todos tenemos un voto y nadie tiene más que uno) y establece la igualdad ante la ley, pero no niega las diferencias resultantes de “los talentos y las virtudes” y asegura la libertad para que esos talentos y virtudes florezcan en ideas y obras.

La escuela pública, formadora de demócratas, debe recrear permanentemente los valores fundadores y esenciales de libertad, igualdad y fraternidad, y poner las banderas de la república en las manos de los mejores, por su talento y por su esfuerzo, para la emulación y el bien de todos.

 

Columna publicada en Montevideo Portal.

UA-78784837-1