«La democracia no es una meta que se pueda alcanzar para dedicarse después a otros objetivos; es una condición que sólo se puede mantener si todo ciudadano la defiende» – Rigoberta Menchú
Dentro de las formas de organizar el poder la historia nos ha enseñado, a base de ensayo y mucho error, que la democracia es el sistema más justo y propicio para la convivencia pacífica. Nadie mejor que la ciudadanía en su conjunto gobernándose a sí misma.
Por eso la defendemos con tanto ímpetu y nos sentimos amenazados cada vez que alguien nos quiere quitar la posibilidad de elegir. Esa necesidad de autodeterminación ha llevado al hombre a exigirla como un derecho.
Aun así, escuchamos y leemos por todos lados que la democracia es lenta, imperfecta, que es «el menos peor» de los sistemas.
Y es que «Si no desarrollás una cultura democrática constante y viva, capaz de implicar a los candidatos, ellos no van a hacer las cosas por las que los votaste. Apretar un botón y luego marcharse a casita no va a cambiar las cosas«. Con esta frase Chomsky nos retrata la importancia de esa «cultura democrática constante y viva» de la que alguna vez nos jactamos y que tanto ansiamos recuperar.
Lo cierto es que, la democracia representativa de nuestro Uruguay, es por demás burocrática y perfectible. Resulta anacrónico que en la sociedad de la información nuestra voluntad solo pueda ser tomada en cuenta cada cinco años o a través de mecanismos como los plebiscitos o referendums. No se condice con el mundo en el que vivimos, que nuestra voz sea solamente la de un representante en el parlamento.
Es así como la teoría y la práctica política evolucionaron hacia otro concepto, el de democracia participativa, ésta implica concretamente que los ciudadanos participen de manera activa en la toma de decisiones políticas.
¿Es posible que todos los agentes de la sociedad participen en el Uruguay? Así lo entendió José Batlle y Ordoñez, quien tenía muy claro que la justicia era algo realizable si lográbamos que las ideas de todos tuvieran un lugar en el quehacer nacional. Así creó los clubes seccionales: que funcionaban como espacios en los que los vecinos planteaban las preocupaciones que observaban en su entorno y deseaban transformar.
De esa manera se le dio voz a miles de orientales, de esa manera se descentralizó el poder estatal, y se acercó a los hogares de los uruguayos.
Si bien es cierto que nuestro país ha cambiado mucho de un siglo a esta parte y que ya no somos aquel pequeño país modelo, estoy convencido de que la mejor democracia es aquella en la que se escucha a la población en su conjunto.
En la actualidad, los concejos vecinales funcionan como esa expresión institucionalizada de la voluntad popular en las diferentes zonas en las que se divide nuestra ciudad. Estos concejos son organizaciones descentralizadas que operan con autonomía dentro del Gobierno Departamental.
No estamos hablando de un conglomerado de burócratas calentando una silla, no. Hablamos de un espacio de propuestas, con cargos honorarios y candidaturas personales, donde los vecinos encuentran terreno firme para plantear sus propuestas y alzar su voz frente al gobierno departamental.
Se torna entonces una responsabilidad, no solo fomentar esta herramienta de democracia participativa de insoslayable legado batllista, sino incentivar a la sociedad entera a participar en sus comicios el próximo 30 de octubre.
Para cumplir con esta responsabilidad debemos tomar la iniciativa de informar a nuestros vecinos acerca de estos concejos y de su importancia. Medios sobran. El vecino debe conocer que existe un espacio cerca de su casa donde va a ser escuchado y desde donde puede volcar sus ideas y propuestas.
Luego habrá que plantearse qué sistema político queremos dejarle a las futuras generaciones. Si una sociedad donde incidimos cada cinco años y nos sentamos a observar lo lento que cambia nuestro entorno o una sociedad donde incidamos todos los días y seamos verdaderos protagonistas de la transformación a nuestro alrededor.
Yo ya elegí.