-Era un lunes como el de hoy.
-Día de San Jenaro, aquel 19 de setiembre de 1836, hace hoy 180 años.
-A orillas del arroyo Carpintería, (Durazno) afluente del Rio Negro.
1400 hombres, (hay crónicas que aseguran, que se contaban en el total al menos 200 aguerridas mujeres), el gauchaje más humilde, el elemento rústico del campo, pequeños ganaderos, los unitarios argentinos exiliados en Montevideo y el grueso de la población indígena, tapes (guaraníes misioneros), ceñían sobre su frente una vincha colorada.
2200 o 3000 (según los distintos relatos) alistaban en el ejército gubernista. Los blanquillos (así llamados por los partidarios de Rivera), eran los elementos más selectos del patriciado montevideano, de la burguesía comercial y saladerista, propulsores de la paz y del orden establecido. Ostentaban la divisa blanca con la inscripción Defensor de las Leyes.
Fructuoso Rivera, el Pardejón (así motejado por Rosas) y sus aliados unitarios al mando del General Juan Lavalle libraban la desigual contienda, ante las tropas del gobierno comandadas por Ignacio Oribe (hermano del Presidente) y Juan A. Lavalleja.
La Batalla de Carpintería (como se la llamó), iba a acabar -luego de encarnizado combate y un saldo de 600 muertos de ambos bandos- con derrota de los revolucionarios autodenominados constitucionales (conocidos por sus enemigos como los tiznados anarquistas).
Era el inició de una guerra civil, que recién concluiría dos años después, con la victoria de los colorados.
La epopeya resalta el acontecimiento épico, por haber sido la primera vez que ambos bandos llevaron las divisas, blanca uno, y colorada el otro. La blanca había sido impuesta por decreto del gobierno de Oribe, 40 días antes de la Batalla: toda la población, (decía textual) tanto militares como civiles, deberán usar una divisa o un distintivo en el sombrero o el vestido, de color blanco. La colorada, como es bien conocido, nació arrancada de los forros rojo punzó, de los ponchos gauchos.
El choque primero, definió los partidos.
El Senador Carlos W. Cigliuti, en recordada exposición en la Cámara Alta -al cumplirse 150 años de la Batalla- comentó al acontecimiento, distinguiendo con inflexible rectitud los diferentes aspectos que emanan del suceso, y que signan a ambos Partidos Fundadores.
En rigor, el choque primero, definió los partidos. Porque la divida blanca habría tenido el mérito que su autor buscaba, si su uso hubiera sido espontáneo y desinteresado. Pero no fue una invitación la de su uso; fue una imposición. No por solidaridad sino por obligación, la gente uso la divisa uniformadora y anticipó así la homogeneidad igualitaria del mandato. En cambio, Rivera usó la divisa colorada porque no tenía otra a mano. Y la gente sintió el significado del símbolo y lo usó con orgullo, recordando sin duda, el vigor de la sangre derramada por la libertad nacional.
No era por cierto, la primera vez que un contingente de valientes, daba la vida, por seguir al más fascinante de los caudillos orientales (al decir del historiador blanco Maiztegui Casas) pero era sí, la primera vez que lo hacían por la causa, simbolizada en la divisa y devenida con el tiempo en partido político.
En el largo transcurrir de los 180 años ulteriores, el Partido Colorado no cesó de confirmar la intrepidez de sus hombres, dotados de la necesaria bravura para ofrendar la propia existencia por los ideales.
Sobran ejemplos, en la secular faena partidaria, que emulan el espíritu de Carpintería. Y es evocando sólo, dos de ellos, que habremos de reverenciar a los héroes de aquella Batalla.
Para que la dictadura naciera manchada en sangre.
La figura inconmensurable de Baltasar Brum y la benignidad de su fatal determinación, a juicio de don Domingo Arena, sino el mayor, uno de los mayores propagadores del Batllismo.
He asistido de cerca al enorme desfile de los partidarios de Batlle y puedo afirmar que entre todos, por su entusiasmo, su eficacia y su sinceridad, se ha destacado en primera fila Brum. Como nadie se empapó del humanitarismo de la doctrina, probándola a cada rato. Si optó por el suicidio -estoy seguro- fue por defender las vidas de los dispuestos a sacrificarse a su lado. Lo que le interesaba era, sublimar la suprema protesta que merecían nuestras grandes instituciones, torpemente abatidas; y que la dictadura naciera manchada para siempre en sangre, para lo cual se apresuró a derramar generosamete la suya.
La última defensa de la dignidad republicana.
Más acá en el tiempo, el juramento proferido por Enrique Tarigo, en un clima de tenso dramatismo, el 1º de marzo de 1985, al asumir como Presidente de la Asamblea General.
Quiero decir, simplemente, en mi calidad de Presidente de estos dos cuerpos legislativos, que si un día -Dios no lo quiera así- la prepotencia de la fuerza se alzara nuevamente contra ellos, habré de defender su dignidad, y con ella la Constitución de la República, con un arma en la mano, y no habré de salir de este recinto sino muerto. En el día de hoy he guardado, en un cajón del escritorio de la Presidencia del Senado, un revólver y una pequeña caja de balas; un revólver que debí adquirir hace ya muchos años, catorce o quince años, cuando las autoridades policiales de la época -antes del golpe de estado- me informaron del hallazgo, en uno de aquellos escondites, que en su época se denominaban berretines, de una serie de datos sobre mi persona (…) que hacían temer la posibilidad de la preparación de un atentado, y una pequeña caja de balas que, felizmente, jamás tuve necesidad de utilizar. Naturalmente, no se me escapa que esos instrumentos habrán de ser absolutamente ineficaces contra el malón, si éste se desatara -alguna vez en este quinquenio- contra las instituciones. Pero quiero afirmar, sí, que ese revólver y esas pocas balas -la última de las cuales dispararé contra mi mismo- estarán destinados a ser la última defensa, si no de la integridad, si de la dignidad republicana, democrática y representativa del Parlamento nacional.
¡Viva por siempre, el espíritu bravío de los héroes de Carpintería!