El 25 de noviembre murió Fidel Castro. Fue el amo de Cuba desde que entró en triunfo a La Habana, el 1º de enero de 1959, hasta que, gravemente enfermo, le pasó el poder a su hermano Raúl en julio de 2006. No lo depusieron, no venció el plazo de su interminable mandato, no sucedió tampoco que los cubanos eligieran a otro para reemplazarlo; Fidel abdicó en favor de su hermano, como hubiese podido hacerlo un rey Borbón antes de la Revolución Francesa.
Pero Fidel no fue un rey “por derecho divino”, como pretendían serlo los de la antigua Europa, sino un dictador. Su figura integra la galería de los dictadores latinoamericanos, junto a Trujillo, Somoza, Duvalier, Stroessner y tantos otros, pero ocupa en ella un sitial prominente: nadie ejerció el poder durante tanto tiempo como él.
No cualquiera domina a su pueblo durante casi medio siglo; medio siglo durante el cual, además, enfrentó la hostilidad permanente de los Estados Unidos. Fidel Castro fue, evidentemente, un hombre excepcional. Su figura reunía una serie de atributos que la hacían carismática, potente, cautivante. No fue solo un dictador sino también un caudillo, un conductor de pueblos -como lo fueron también Juan Domingo Perón o Hugo Chávez-, capaz de seducir e inspirar a las multitudes que lo escucharon hablar durante horas y horas, década tras década. Desde que estaba en la Sierra Maestra, además, la atracción que ejercía traspasaba fronteras: con los años llegó a ser algo así como el gran patriarca de la izquierda latinoamericana y un ícono de la izquierda mundial; por lo menos, de la izquierda marxista (que ciertamente no es toda la izquierda).
Es natural que la muerte de un líder de tales características concite la atención de medios de prensa, partidos políticos, gobiernos, etc. Con las noticias y las referencias biográficas e históricas vienen los comentarios, las evaluaciones y los intentos por justipreciar lo que fue la obra de Castro y lo que vale su legado. Quizás no tengamos todavía todos los datos necesarios para hacer ese balance. Distingamos entre lo que ya sabemos, y lo que falta saber.
La dictadura castrista tiene su fundamento ideológico en la doctrina marxista leninista. De ahí vienen el partido único -el comunista, obviamente- y el rechazo del pluralismo político (“el pluralismo es la pluriporquería”, dijo Fidel), de la libertad de prensa, de la separación de poderes, de la propiedad privada, de la libertad de trabajo, comercio e industria, de la independencia de los sindicatos y de muchos otros componentes estructurales de los estados y sociedades democráticos. A cambio de esta renuncia a la democracia política (“democracia formal”) y a los derechos individuales (“libertades burguesas”), se supone que el pueblo va a recibir justicia social y progresivo mejoramiento de sus condiciones de vida, tanto materiales como culturales. A cambio de las libertades sin contenido del capitalismo, la sociedad del pan y de las rosas del socialismo.
Si algún lector piensa que el planteo le resulta conocido, tiene razón: ese discurso era el de la Unión Soviética y el de los países del “campo socialista”. El gran debate ideológico de la segunda mitad del siglo XX fue precisamente el que se trabó entre los partidarios de la democracia liberal occidental y la economía capitalista, por un lado, y las dictaduras comunistas ejercidas en nombre del proletariado y la economía socialista, por otro.
Se sabe cómo terminó la discusión: en 1989 cayó el muro de Berlín y en 1991 se disolvió la Unión Soviética. En el Kremlin arriaron la bandera roja con la hoz y el martillo e izaron en su lugar el pabellón blanco, rojo y azul de Rusia. Se fue Gorbachov y vino Yeltsin, y con el cambio de régimen salieron a la luz hechos y realidades ocultos o disfrazados o negados durante décadas. Quedó en evidencia que la larga dictadura comunista, lejos de establecer la igualdad, había creado una casta de burócratas (la “nomenclatura”) que disfrutaba de privilegios y prebendas de todo tipo. Se probó que era cierto lo del Gulag, los presos políticos, los disidentes recluidos en hospitales siquiátricos, la violación permanente de la intimidad de los ciudadanos por los servicios de seguridad del Estado, etc. Y a cambio de esto no había abundancia ni holgura, sino atraso y escasez, necesidades insatisfechas, baja productividad, desempleo encubierto, etc. El impacto de estas revelaciones fue tremendo y estremeció a los comunistas del mundo entero. Algunos revisaron sus ideas, renegaron de la dictadura del proletariado y proclamaron el valor sustancial -no meramente táctico- de la democracia y sus instituciones; otros prefirieron hablar de “errores” y “desviaciones”, pero no renegaron de sus viejos dogmas.
El fracaso de la Unión Soviética dejó desnuda a Cuba, no solo en el plano económico -Cuba vivía de la URSS, que le compraba azúcar a precios inflados y le vendía petróleo para usar e incluso revender, a precios subsidiados-, sino también en sentido político e ideológico; la doctrina fundante y legitimadora en los dos países era la misma. Fidel logró, empero, mantenerse en el poder y mantener el rumbo de la revolución, imponiéndole a su pueblo las penurias del “período especial”. No dio por buenas las críticas al régimen caído en la ex Unión Soviética, ni intentó introducir reformas políticas y económicas importantes en la isla. No concedió nada; resistió (“la firmeza lo puede todo”, decía Napoleón).
A la hora del balance, recordemos pues que la verdad del sistema impuesto y defendido por Castro durante medio siglo ya quedó al descubierto cuando hizo implosión el llamado “socialismo real”. Es dictadura, pura y dura, y a cambio no hay prosperidad ni igualdad, sino atraso, escasez, desconocimiento de los derechos individuales y privilegios para la cúpula que detenta el poder.
El antiimperialismo es otro dato conocido y verificado, si se entiende sólo como oposición a los Estados Unidos; en este sentido la conducta de Fidel no conoció desvíos, ni retrocesos. Pero mientras duró la Guerra Fría, para mantener su actitud frente a Estados Unidos Cuba necesitó el respaldo de la URSS, y a cambio dio su apoyo incondicional al imperialismo soviético. Cuando se produjeron tanto la invasión a Checoeslovaquia en 1968, como la invasión a Afganistán en 1979, Cuba aplaudió.
En los años setenta, la Argentina sometida a la dictadura de aquella siniestra Junta Militar que presidía Jorge Rafael Videla le vendía trigo a la Unión Soviética, ayudándola así a disimular el fracaso crónico de su agricultura. A cambio de este gesto político de independencia frente a Estados Unidos, Argentina recibía ciertas consideraciones de parte del bloque socialista. En la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, por ejemplo, Cuba no votaba contra la Argentina, ni ésta contra aquélla. Cosas de la “realpolitik”, que marcan la distancia entre discursos y hechos.
Murió Fidel, pero Raúl y el régimen continúan. Sigue sin haber libertad en Cuba, por lo tanto. No hay partidos de oposición, ni prensa libre, ni auténticos debates parlamentarios. En estas condiciones, no es posible conocer realmente cómo están viviendo los cubanos. Las estadísticas oficiales que luego toman los organismos internacionales no están sometidas a la crítica libre y rigurosa que solo puede darse en los regímenes democráticos. Recuérdese lo que pasaba en la Argentina de los Kirchner, con los números de inflación del Indec: eran falsos, pero había prensa y oposición política para decirlo en voz alta. En Cuba eso no sucede. Por eso es prematuro evaluar ahora la obra de la Revolución Cubana en el plano económico y social. La hora de la evaluación llegará, sin duda, pero solo cuando haya condiciones que permitan asegurar la veracidad de los datos, la exactitud de las cifras. Por ahora, no hay garantías de que lo que se presenta como información verdadera no sea simplemente propaganda. Para que haya garantías tiene que haber pluralismo; y el pluralismo, en Cuba, sigue siendo “la pluriporquería”.
Falta saber, ante todo, por cuánto tiempo esta definición sobrevivirá a quien la acuñó. Lo demás, se conocerá después.