11 diciembre, 2024

Las contradicciones que nos detienen

Por Ope Pasquet

Todos hemos vivido la experiencia de estar en contradicción con nosotros mismos, con relación a temas que pueden ser triviales o importantes, y sabemos que no es bueno ni agradable hallarse en esa situación. Hay noches en las que se nos cierran los ojos de sueño, pero nos empeñamos -absurdamente- en seguir mirando la tele; hay estudiantes que quieren avanzar en su carrera, recibirse rápidamente y hacer un posgrado en el exterior, pero también quieren casarse y tener hijos de inmediato; otros quieren ahorrar, aunque sea una pequeña fracción del sueldo, pero no resisten la tentación de ir al shopping, tarjeta en mano, y cargarse de “cómodas cuotas”. No se puede perseguir, simultáneamente, objetivos contradictorios, y tratar de hacerlo produce malestar, disgustos y frustraciones.

Hay amplios sectores de la sociedad uruguaya que también parecen estar en contradicción consigo mismos; y como tienen una influencia importante en la vida del país, las consecuencias negativas de esos propósitos en conflicto las sufrimos todos.

En el plano material, ¿a qué aspira el uruguayo común? A ningún lujo, pero sí a un ingreso que le permita vivir sin angustias, al techo propio, al auto (o a la moto, o a la motito…), a las vacaciones, y a toda la lista -cada año más larga…- de bienes y servicios considerados necesarios para un módico bienestar. De todo eso, obviamente, ha de disfrutarse en completa libertad; la idea de que la autoridad diga en qué puede gastar cada uno su dinero o cuánto hay que ahorrar, le resultaría intolerable a la inmensa mayoría de los uruguayos.

Por cierto, hay también personas y pequeños grupos que rechazan conscientemente a la famosa “sociedad de consumo” y prefieren vivir de manera austera y frugal; pero son muy pocos. El común de la gente quiere vivir mejor, aunque a algunos les cueste admitirlo; y el que puede elevar su nivel de vida, lo hace.

¿Qué sociedades son las que ofrecen a sus integrantes la oportunidad de progresar, de prosperar, de ascender socialmente y gozar de mayor bienestar? Las sociedades de economía capitalista. Durante el siglo XX esta afirmación fue puesta en tela de juicio, en nombre de las pretendidas ventajas del socialismo. Después de la implosión de la Unión Soviética, la consiguiente caída de sus satélites y el fin de la Guerra Fría, se terminó la discusión. Quedó en evidencia que el sistema político, económico y social impuesto por los regímenes comunistas no solo privaba a los pueblos de su libertad, sino que también los condenaba al atraso y a la escasez; y ello sin ofrecer siquiera la compensación de la igualdad, porque la “nomenklatura” partidaria, “la nueva clase” que ejercía la dictadura en nombre del proletariado, gozaba de privilegios y ventajas a las que no accedía el pueblo llano.

El capitalismo, como cualquier sistema, tiene sus caracteres esenciales, es decir, aquellos sin los cuales deja de ser lo que es. Entre estos rasgos de identidad se encuentran la propiedad privada de los medios de producción, el mercado libre y el trabajo asalariado. Sin estos elementos no hay capitalismo; habrá otra cosa, mejor o peor según el criterio de cada uno, pero ya no capitalismo.

Y bien: en el Uruguay apreciamos las ventajas del capitalismo, y muy especialmente su aptitud, hasta ahora no igualada por sistema alguno, para producir los bienes y servicios que la sociedad quiere consumir. Sin embargo, hay amplios sectores de la población que, aunque comparten las aspiraciones generales de mayor bienestar, parecen creer que “la propiedad es un robo”; que los empresarios son delincuentes, en potencia o en acto, y que el afán de lucro que los mueve es intrínsecamente espurio; que las empresas privadas son los instrumentos de que aquellos se valen para cometer sus fechorías (del mismo modo en que otros usan la barreta, la ganzúa o la pistola 9 mm); y que todo trabajador dependiente, por el hecho de serlo, es injustamente explotado por su empleador. Son las contradicciones a las que me refería al comienzo de esta nota: se quieren los frutos del capitalismo, pero se rechazan sus raíces.

El discurso del Pit-Cnt responde a esta manera de pensar, obviamente marxista. El movimiento sindical uruguayo cree que la lucha de clases es el motor de la historia, la guía infalible para la interpretación del presente y la brújula para orientarse hacia el futuro. Para muchos dirigentes sindicales los empresarios son, esencialmente, sus enemigos de clase; con ellos puede haber, según las circunstancias, negociaciones y acuerdos puntuales, pero un día tendrán que desaparecer para que surja, radiante, la sociedad sin explotados ni explotadores. Desde esta perspectiva, hablar de una “cultura del trabajo” es casi absurdo, el ausentismo laboral no merece ningún reproche ético y las huelgas y demás medidas de lucha son siempre justas, por definición. Cuando quienes actúan inspirados por estas ideas son dirigentes sindicales radicales y/o inexpertos, el resultado puede ser la derrota completa del enemigo de clase…; o sea, el cierre de la empresa y la pérdida de todos los puestos de trabajo.

Casi está demás decir que las consecuencias de esta manera de ver las cosas no se agotan en el plano de las relaciones laborales. Los sectores de más peso en el Frente Amplio participan, notoriamente, de esta visión marxista de la sociedad y del estado, lo que implica una concepción del derecho como mero instrumento de dominación de una clase sobre otras y conduce al corolario de que “lo político está por encima de lo jurídico”. Esto explica la conducta del Frente Amplio y su principales dirigentes en febrero de 1973, por ejemplo, entre tantas otras cosas. Las instituciones democráticas son consideradas como parte de una superestructura que no merece mayores contemplaciones, cuando la coyuntura histórica permite un avance decisivo, “revolucionario”, en el plano de las relaciones de clase.

Si el derecho, en general, no es más que un instrumento de dominación clasista, como piensan algunos, el derecho penal también lo es, con la particularidad de que defiende los puntos vitales del sistema de dominación y utiliza, para ello, las armas más pesadas de que dispone el estado, es decir, las sanciones privativas de libertad. La propiedad privada es uno de los pilares de la sociedad capitalista, y por eso se la protege imponiendo sanciones severas a quienes atenten contra ella. Los que atacan la propiedad ajena de la manera más burda y ostensible son los que carecen de bienes y por eso quieren apropiarse de los bienes de los demás, es decir, los pobres; de ahí que las cárceles estén llenas de pobres. Los ricos no necesitan cometer hurtos ni rapiñas, porque son los principales beneficiarios de un sistema intrínsecamente injusto que les permite apropiarse, sin violencia explícita (salvo que sea necesaria), de la plusvalía generada por los trabajadores. Cometerán delitos de los llamados “de cuello blanco”: maniobras financieras, fraudes fiscales, vaciamiento de empresas, sobornos a gobernantes corruptos; pero contarán con buenas chances de eludir la sanción penal y, si les toca sufrirla, no será muy severa.       Desde la perspectiva que vengo esbozando, el delincuente común, ladrón o rapiñero, se ve por un lado como una víctima de una sociedad estructuralmente injusta, que lo ha condenado a una pobreza inmerecida, y por otro, como alguien que tiene el coraje de rebelarse contra la injusticia, aunque sea de manera equivocada en el plano instrumental. La sanción que se le aplique podrá ser técnicamente correcta desde el punto de vista jurídico, pero carecerá de sustento ético, porque si la sociedad en su conjunto no lo tiene, no lo tendrán tampoco sus instituciones. Para quienes así piensan, los operadores del sistema penal -jueces, fiscales, abogados- tienen la triste misión de hacer funcionar un aparato represivo injusto, que para defender la propiedad detentada por los ricos, envía a prisión a los pobres.

Hay una evidente contradicción, a mi juicio, entre las aspiraciones de mayor bienestar material de la sociedad uruguaya, y la ideología de raíz marxista que inspira a los sectores políticos y sindicales que pesan hoy decisivamente en la vida del país. La historia enseña que el camino a la prosperidad es el del capitalismo; con un Estado atento a los resultados sociales del proceso económico para corregir injusticias y construir equidad, sin duda; con el mayor grado de “humanización” posible, al decir de Baltasar Brum; pero capitalismo al fin. En cambio, el camino del socialismo marxista conduce en primer lugar a la opresión, y además a la pobreza, sin ofrecer a cambio ni siquiera la igualdad.

El capitalismo no puede funcionar bien si se entiende que empresario es sinónimo de explotador, si se concibe a las relaciones laborales como el campo de batalla donde cada día se libra la lucha de clases, si el derecho es visto como un obstáculo que debe derribarse a fuerza de voluntad política, si se considera que la persecución penal de los delitos contra la propiedad no sólo carece de valor ético sino que es un engranaje de un sistema de dominación radicalmente injusto.

Uruguay ha vivido demasiado tiempo inmerso en esas contradicciones que nos detienen, que nos frustran y que generan en la sociedad toda un profundo malestar. Tenemos que decidir de una buena vez qué queremos, y actuar en consecuencia. O vamos para el lado de la Venezuela de Maduro, la Argentina de los K y la Cuba de los Castro que tanto admiran tantos dirigentes del Frente Amplio y del Pit-Cnt, o tratamos de seguir el camino por el que tantas naciones de Occidente lograron, democráticamente y en libertad, alcanzar el desarrollo económico, el bienestar de su gente y una más justa distribución del ingreso.

Lo que no tiene sentido y nos hace daño a todos, es seguir con el freno de mano puesto mientras apretamos el acelerador.

 

Columna publicada en Montevideo Portal.

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