Los debates por las elecciones presidenciales en Francia nos recuerdan lo parecidos que éramos y nos muestran cuánto hemos cambiado. La cortesía en el debate político, la capacidad de escuchar al otro, de dejarnos convencer si hay buenas razones y de convencer sin ofender, son virtudes que al parecer hemos perdido.
Alejandro Dumas, autor de “Los tres mosqueteros” y “El conde de Montecristo”, escribió también otra novela de capa y espada, donde los buenos eran los defensores de Montevideo sitiados entre 1843 y 1851 por los malos, las fuerzas de Buenos Aires que respondían a Juan Manuel de Rosas. Se llama “La nueva Troya” y esta es la dedicatoria:
A los heroicos defensores de Montevideo
Alejandro Dumas,
escritor al servicio de Montevideo
y adversario de Rosas.
El escritor nunca visitó el Río de la Plata, pero no dudó en poner su pluma al servicio de la pequeña ciudad donde, por ese entonces, la mitad de sus habitantes era francesa.
Esa ligazón con Francia, mayor que la de cualquiera de nuestros vecinos sudamericanos, caracterizó al Uruguay por mucho tiempo, al punto que hasta hace pocos años el idioma francés era obligatorio durante los primeros cuatro años de liceo y todas las modas —ya fueran en el vestir, la cocina, el cine, la literatura o la filosofía— venían de París.
Poco a poco nos fuimos alejando de Francia y esa lejanía me golpeó especialmente el pasado 20 de marzo, al asistir —gracias a la internet— a un debate entre los cinco principales candidatos a la elección presidencial que será el 23 de abril. De no llegar ninguno a la mitad de los votos (lo que seguramente ocurrirá), habrá una segunda vuelta el 7 de mayo entre los dos primeros.
Los cinco candidatos que participaron del debate eran: Marine Le Pen, de extrema derecha; Jean-Luc Mélenchon, de extrema izquierda; François Fillon, de la derecha tradicional; Benôit Hamon, de la izquierda tradicional; y Emmanuel Macron, de centro.
Los dos que llegarían al ballotage serían Marine Le Pen, nacionalista, anti europeísta, anti inmigración, con posturas cercanas al Brexit, a Trump y a Putin (los franceses prefieren escribir Poutine, para evitar el equívoco en la pronunciación); y Emmanuel Macron, un hombre de 39 años que fue ministro del presidente saliente Hollande, pero también socio en la banca Rothschild, lo cual lo convierte en un socialista sui generis. También se le podría calificar como un independiente o un liberal de izquierda. Se opone fuertemente a la señora Le Pen, ya que pregona la permanencia en Europa, los beneficios de la globalización, la ecología y el multiculturalismo.
Según las encuestas, Macron sería el próximo presidente de Francia, ya que los votantes de los demás candidatos lo apoyarían mayoritariamente a él (o a cualquier otro contra la ultraderechista Le Pen).
De todos modos no es mi propósito ahora hacer pronósticos ni comentar las posturas de cada uno en los principales temas de la campaña sino comparar el ambiente de la polémica en Francia con el de nuestro país.
La primera diferencia es la del artillero: en Uruguay hace tiempo que no tenemos debates presidenciales.
Hay sí algunos programas de debates y en varios de esos programas los periodistas eligen a los que representan extremos opuestos y mejor si son además bien estridentes, porque seguramente creen (desgraciadamente, con razón) que ello resulta más atractivo para el público en general.
La vestimenta, formal y correcta en los cinco franceses, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda, contrasta con las camisas abiertas de los uruguayos, las remeras con inscripciones graciosas o hasta las sandalias que muestran los pies desprolijos. Ya escucho a un posible lector que me interpela: “Lo importante no es cómo se vistan sino lo que dicen.” Pero resulta que no hay nada natural en la forma de vestirse, no hay ninguna inocencia en lo que se elige para presentarse ante los demás. Estoy segura de que demoran tanto unos como otros en preparar su atuendo.
Hace poco concurrí a las barras de la Cámara de Diputados y la situación es similar: cuando un diputado habla, los de otros partidos no lo escuchan. La mayoría teclea en sus celulares o conversa y se ríe con sus compañeros, y cuando le toca hablar, lo hace con un discurso que ya traía preparado y que nada tiene que ver con lo que habló su predecesor.
Por supuesto que no estoy diciendo que todos los franceses se conduzcan siempre con corrección y los uruguayos no, hay de todo en ambos lados del océano. Simplemente quiero compartir la impresión que me produjo ver ese debate en la televisión francesa y, de algún modo, darme cuenta de que me había acostumbrado a algo de lo que no estoy orgullosa.
Hay una palabra que Emmanuel Macron ha puesto de moda en esta campaña: “bienveillance”, que sería la capacidad de mostrarse atento, cortés, indulgente hacia el otro. Se podría traducir también como benevolencia, cortesía, amabilidad.
Lo opuesto es pretender pasar la amabilidad por debilidad, no escuchar al otro y no cambiar jamás la opinión previa. Es un discurso que nos fractura, que induce a la idea de que la infelicidad de unos es la culpa de otros: los ricos, el comunismo, el neoliberalismo, los beneficiarios del MIDES, los patrones, los sindicatos, las feministas, los machistas. La construcción del enemigo parece más importante que la elaboración del pensamiento propio.
La cortesía, la capacidad de escuchar y de cambiar de opinión si nos convencen, o de convencer sin herir, es quizás la mejor manera de relacionarnos. En suma: aceptar al otro en su humanidad.
Columna publicada en el Correo de los Viernes.