SEÑOR PASQUET.- Pido la palabra.
SEÑOR PASQUET.- Señor presidente: en el día de hoy rendimos homenaje a la figura de José Enrique Camilo Rodó Piñeyro al cumplirse cien años de su fallecimiento. Al exaltar su figura estamos realzando todo lo que ella significó para la cultura nacional y para toda una etapa de la formación nacional a la que contribuyó decisivamente la Generación del 900, de la que Rodó fue, sin duda, la figura estelar. Alberto Zum Felde, en su libro Proceso intelectual del Uruguay dice que Rodó fue, sin disputa posible, la figura culminante de esa Generación del 900, que su prestigio era reconocido en Hispanoamérica y que con él solo podía rivalizar en ese sentido Rubén Darío, nada menos que el fundador, la figura principal del modernismo.
Cuando los restos de José Enrique Rodó vuelven a Uruguay desde Palermo –fue una comisión especial a buscarlos expresamente– se los recibe aquí –sigue diciendo Zum Felde– con una gran apoteosis popular: el Ejército rinde honores a su cuerpo, se lo entierra en medio de una explosión del sentimiento popular y se lo encumbra desde entonces y para siempre con el nombre de Maestro de las juventudes de América.
Un crítico literario y erudito dominicano, Pedro Henríquez Ureña decía, ya en 1905 –habiendo Rodó publicado apenas Ariel y un par de cosas más–, que era el mejor estilista de habla hispana. Para dar fundamento a esta afirmación pasaba revista a destacados escritores de América y de España y concluía que Rodó era, por varias virtudes y atributos de su estilo, el mejor de todos ellos. Desde otro ángulo, no desde el punto de vista de la forma, sino del contenido y la sustancia del pensamiento, Arturo Ardao, en un estudio muy profundo y esclarecedor, cita la opinión del filósofo español, José Gaos, quien estudiando los pensadores de América ubicaba a José Enrique Rodó ente los principales, como figura comparable a los grandes de la filosofía de su época; también desarrolló extensamente la fundamentación que justificaba tal afirmación. Esto puede ser novedoso para quienes ven a Rodó solamente como un escritor y ensayista; fue también un pensador de primera categoría, como lo subraya Arturo Ardao, fundamentalmente en el estudio que dedica a la noción de tiempo en la obra de Rodó.
Naturalmente, no me voy a internar en consideraciones literarias ni filosóficas para evocar esta figura. No soy competente para hacerlo y, además, entiendo que desde este ámbito, desde la Asamblea General no corresponde que tratemos de actuar como si estuviésemos en la academia o en alguna peña literaria. Quiero recordar a José Enrique Rodó y, con él, a la Generación del 900 como figura emblemática, según decía al principio, de una etapa muy importante de la formación nacional. Recordemos que Rodó nace en 1871, en pleno siglo XIX –si se quiere, en las postrimerías, en su último tercio– y el Uruguay de entonces –como prácticamente todo el Uruguay del siglo XIX– era turbulento, absolutamente carente de estabilidad política, en que una revolución sucedía a la otra y el derramamiento de sangre consiguiente nos valdría que se nos llamase La tierra purpúrea. Es recién a finales de la década de 1870 cuando las cosas empiezan a ordenarse lentamente y va surgiendo un sentimiento de nacionalidad, de patria, que nos concibe y siente como cosa distinta de lo que eran, por supuesto Brasil, pero también la República Argentina. Y se van produciendo distintos hechos que van marcando este camino.
En el último día de 1877 Juan Manuel Blanes presenta su obra El juramento de los treinta y tres orientales al presidente de la república que era, entonces, el dictador Latorre. En enero siguiente –es decir, en enero de 1878– se exhibe la obra para que el público la conozca y las crónicas de la época cuentan que había largas colas de gente que esperaba para subir al estudio de Blanes para ver El juramento de los treinta y tres orientales. Tan espectacular fue el impacto que esa obra causó en un sentimiento de patria que estaba aflorando que conmovió al país e, inclusive, causó conmoción fuera de fronteras. El presidente argentino, Nicolás Avellaneda, pidió que llevaran la obra a
Buenos Aires para exhibirla allí. Así se hizo y El juramento de los treinta y tres orientales mereció el elogio, nada menos que de Domingo Faustino Sarmiento y de José Hernández, el autor de Martín Fierro, quien escribió algunos versos para celebrar la obra del pintor de la patria.
Al año siguiente, 1879, se cumple lo que debió haberse hecho en 1875 pero por cosas a las que estamos tan acostumbrados no se realizó en tiempo y se postergó un poco, que fue la inauguración del monumento a la Declaración de la independencia de la Florida de 1825. En esa ocasión, cuando se descubre el monumento, es que Zorrilla de San Martín recita su Leyenda Patria –los pormenores del episodio son interesantes pero no puedo detenerme en ellos– y causa sensación. El premio lo había ganado otro porque su trabajo se había extendido demasiado, pero la persona que lo había recibido se lo entrega a Zorrilla, la gente lo aplaude en un delirio y desde entonces quedó como el poeta de la patria y siguió siempre siendo eso. En esos años hubo una polémica en el Ateneo porque, justamente, la conmemoración de la Independencia genera algunas observaciones o reparos de quienes, por un fundamento u otro, entendían que el país no era viable, que esta nacionalidad no tenía destino, y se genera la réplica de varios, entre ellos de José Pedro Ramírez que, en tres conferencias en el Ateneo, sostiene la viabilidad de nuestro destino nacional, para decirlo en términos que emplearíamos hoy. Observa Ardao que desde entonces –ya1880– no volvió a discutirse la cuestión de la viabilidad de la nacionalidad oriental. La polémica desgraciadamente volvería a aparecer muchas décadas después en otro contexto histórico absolutamente diferente.
En 1884 se publica Artigas de Carlos María Ramírez, que empieza el proceso de recuperación de esa figura tan importante de nuestra historia, hasta entonces calumniada y vilipendiada. Con Artigas de Carlos María Ramírez empieza la defensa fundada, estudiada y probada documentalmente de lo que fue la grandeza de quien luego sería reconocido como el prócer de la nacionalidad uruguaya; el proceso culmina cuando en 1923 se instala su estatua en la Plaza Independencia.
El Uruguay en el que nace y va creciendo José Enrique Rodó es ese que se va consolidando, que empieza a justificar su existencia como nación independiente y eso tiene, a su vez, un mojón muy importante en 1904, cuando la batalla de Masoller termina el largo ciclo de las guerras civiles en Uruguay e inaugura una etapa, fundamentalmente de paz, con un Estado, un Gobierno, una ley como cimiento y basamento indispensable de toda obra de civilización posterior, que no demoró en llegar, porque en 1917 tenemos la segunda Constitución nacional, que este año también cumple el primer centenario. Pocos años después tenemos las leyes electorales de 1924 y 1925, que fueron una coronación de la obra de la Asamblea Constituyente de 1917. El Uruguay, que había sido La tierra purpúrea en el siglo XIX, era ya para entonces –1924- 1925– un país que se sentía satisfecho del camino andado, orgulloso de sí mismo y miraba con confianza el porvenir. Esto está en el libro del Centenario de Uruguay 1825 – 1925 –aquel libraco enorme que debe pesar por lo menos cinco kilos–, que se publicó en 1925 fecha que se eligió convencionalmente como la del centenario de la Independencia y que da cuenta de un país que avanzaba en todos los órdenes de la actividad: en el plano demográfico con la inmigración, en el económico y en el institucional. Ese país, satisfecho de lo que era y confiado en el porvenir, tuvo una expresión cultural realmente extraordinaria, brillante, luminosa en esa Generación del 900, cuya figura más prestigiosa fue la de José Enrique Rodó. Por supuesto que a su lado había otras figuras de enorme trascendencia, como Carlos Vaz Ferreira, filósofo excepcional de dilatada actuación, que moriría en 1958 a los 85 años, pero también novelistas como Carlos Reyles, dramaturgos como Horacio Quiroga, poetas como Julio Herrera y Reissig, Delmira Agustina, María Eugenia Vaz Ferreira, artistas plásticos como Carlos Federico Sáez, Milo Beretta, Pedro Blanes Viale y tantos otros. Una pléyade de figuras que en distintos campos de la cultura brillaron excepcionalmente y demostraron que la joven república uruguaya no solamente vivía para sí, sino que era capaz de alumbrar con sus luces el escenario hispanoamericano. Y Rodó está exactamente en el centro de todo eso.
Comenzó a publicar a finales del siglo XIX con El que vendrá, luego Rubén Darío y en 1900 da a luz la obra que le valió su gran prestigio: Ariel. Después habrá otras: en 1909, Motivos de Proteo; en 1913, El mirador de Próspero; en 1918, El camino de Paros. Las que siguen son, como el propio El camino de Paros, publicaciones póstumas. Pero las obras realmente importantes en las que está concentrado el pensamiento rodoniano –sin mengua del valor literario que en su momento tuvo El que vendrá– son: Ariel y Motivos de Proteo. Hay quienes consideran que Motivos de Proteo es aún más valioso y más profundo desde el punto de vista filosófico que Ariel mismo. ¿Qué es lo que hay en Ariel? En Ariel lo que hay es la exaltación del ideal, porque es el ideal lo que da sentido a la vida. La contraposición se hace con el utilitarismo grosero, aquel que solo busca el aprovechamiento material. Es en ese sentido que Rodó contrapone las civilizaciones grecolatinas, cuyos ideales vienen de la antigüedad clásica, con el utilitarismo que él adscribe a los pueblos anglosajones. Dice que si Inglaterra es el verbo del utilitarismo –estaría pensando, seguramente, en sus grandes filósofos como, por ejemplo, Spencer– los Estados Unidos son la encarnación del verbo. Conviene señalar que, antes de criticar a la sociedad de entonces de Estados Unidos por ese utilitarismo sin ulteriores miras, Rodó hace un extenso elogio de ese país. Dice que para poder criticar lo que él considera criticable primero hay que reconocer todo lo que de bueno han hecho los Estados Unidos. En ese sentido abunda en consideraciones sobre las instituciones democráticas, la libertad, sobre todos esos elementos positivos que habían generado una enorme prosperidad material y avances tan importantes como, por ejemplo, una evolución de la educación pública, de la escuela, como no tenía parangón en parte alguna del mundo. Justamente, de la escuela estadounidense tomarán ejemplo, primero, Sarmiento y, después, José Pedro Varela. La actitud de Rodó no es antiestadounidense, señor presidente; la actitud de Rodó es antiutilitaria, en cuanto el utilitarismo conspire contra la persecución de ideales superiores, pero haciendo la salvedad de que puede ser bien la labor preparatoria que disponga el terreno para ulteriores conquistas del espíritu. Dice Rodó que los pueblos que están en la miseria, que no pueden satisfacer sus necesidades básicas, no pueden tampoco dedicarse a las cuestiones superiores de la civilización. Cierta medida de utilitarismo, de progreso material, es indispensable para que ese otro esfuerzo superior tenga lugar. Él decía que en aquel momento no veía eso en Estados Unidos, que podría complementarse más adelante, pero que en ese presente no lo advertía. Y hacía la salvedad de que la obra no estaba concluida, de que esa sociedad no estaba completa, y dejaba abierta la puerta para una evolución.
No tenemos tiempo para hacer conjeturas de lo que diría Rodó después de haber visto todo el desarrollo del siglo XX. Lo cierto es que en aquel momento criticaba el utilitarismo anglosajón y exaltaba la tradición grecolatina, no por el carácter grecolatino en sí, sino como una expresión de la búsqueda del ideal como sentido orientador de la vida. El idealismo rodoniano no es un idealismo, digamos, gnoseológico; no es el idealismo del obispo de Berkeley; es otra cosa. Es el idealismo en cuanto búsqueda de ideales que orienten, que le den sentido a la vida. Y esos ideales se fundan en valores, los valores superiores como la belleza, la verdad y el bien. La belleza, Rodó, la subraya muy especialmente; hace un hincapié que es digno de tenerse en cuenta. Dice que a veces se desprecia la belleza porque se considera que no es lo que realmente importa. Pero él, al contrario, reivindica para ella un lugar principal y dice que a través de la belleza se conocen mejor el bien y la verdad.
En su libro Ariel busca, propone la exaltación de la vida en función de ideales superiores dirigidos a la consecución de valores. Y esos valores de los que habla Rodó –esto está dicho también expresamente en Ariel– no son valores que vengan del más allá, no son valores, digamos, preternaturales; son valores que surgen de la vida. En algún pasaje dice Rodó que Ariel es el que está al lado del hombre primitivo cuando empieza a buscar el fuego para alumbrar la caverna. Es decir que los valores de Ariel, los valores de Rodó, van surgiendo con la labor humana, con el trabajo humano, con la vida humana, que se va superando gradualmente y va de conquista en conquista hasta elevar el nivel de la civilización. En ese sentido, la suya es una visión inmanente de los valores: no los busca en el más allá, no descienden de arriba, sino que surgen de abajo, de la labor humana que los va creando en el esfuerzo y en el trabajo permanentes. Dice Rodó que cada pueblo debe buscar, en su propia identidad, en sus propias características, en sus propias raíces, esos ideales que deben orientar su existencia nacional, su vida colectiva. En ese sentido, es un defensor de ese sentimiento de nacionalidad, de patria, que él no invoca para achicar horizontes sino para defender la fisonomía propia de cada pueblo, que sentía agredida por lo que llamaba la «nordomanía»: el afán de imitar todo lo que venía del norte.
En su otro libro de enorme importancia, Motivos de Proteo, de alguna manera ensaya variaciones sobre este tema porque Proteo es el libro de la vocación, de la personalidad. Con respecto a esto, Rodó dice que el tiempo va haciendo que nuestra personalidad cambie, querámoslo o no, y que en ese cambio, en esa reforma y renovación permanente consiste la vida. Es aquello de «renovarse es vivir». Lo que dice Rodó es que dado que eso es así, no hay que dejar que las transformaciones ocurran espontáneamente y como al acaso, sino que cada uno debe tomar sobre sí la tarea de conducir los cambios de su propia vida para llevarla a niveles superiores de realización de esos valores a los que siempre se refiere y en torno a los que siempre gira. Cada hombre tiene la responsabilidad de conducir su propia vida, elevándola, superándola, haciendo de ella su tarea principal. Y en esa transformación de la propia personalidad conducida según ideales superiores se va a ir produciendo la emancipación de cada uno; se va a ir produciendo la liberación de cada uno de los vínculos que lo atan, de las imposiciones ajenas, de las sugestiones que lo condicionan. Cada hombre se va emancipando, liberando, en la medida que busca realizar su propia vocación, que no es otra cosa que el ideal proyectado en la vida concreta de cada uno de nosotros. Hay una armonía manifiesta, señor presidente, en estos elementos: la visión que expresa Ariel con los pueblos buscando la elevación de la vida colectiva en la persecución de los grandes ideales y la visión de Proteo, que propone la transformación lúcida, consciente de la propia personalidad para lograr su propia autonomía y su propia emancipación. A mí me parece que son dos notas acordes en una armonía maravillosa que da toda su profundidad y toda su dimensión a este escritor extraordinario que fue figura central de la Generación del 900.
Se le reprocha, quizás, a Rodó, su excesivo idealismo, su excesiva elevación. Se señala como una carencia en sus obras que no hay ninguna referencia a la realidad y a sus miserias, tanto del medio en el que él escribía como de Hispanoamérica en general. Sus críticos más lúcidos, a mi juicio, señalan que Rodó no se proponía hacer una obra sociológica, sino que lo que estaba haciendo era proponer ideales. Pero no estaba de ninguna manera lejos de la sociedad en la que vivía. La prueba de ello está en su labor política, en su tarea como parlamentario. Fue elegido diputado por el Partido Colorado cuatro veces. En una de esas legislaturas renunció –porque tenía sus períodos depresivos, como también los tuvo Vaz Ferreira– a la diputación, pero en las otras tres fue elegido y actuó. Hay un voluminoso testimonio de su actuación parlamentaria –a la que hacía referencia hace un rato el señor senador Michelini– y el actor de esa recopilación fue el doctor Jorge Silva Cencio, un viejo funcionario de esta casa que hace muchos años dejó de serlo. En esa labor parlamentaria de Rodó hay una preocupación evidente por los temas sociales, aunque no solo por ellos. Un capítulo de la legislación obrera va a ser recogido después en El mirador de Próspero. Y es justo evocar también a Rodó en esta dimensión.
Se dice que en su labor política tuvo enfrentamientos con Batlle; sí, es cierto, los tuvo, naturalmente que sí. No es raro que los pensadores independientes, reacios a la disciplina indispensable en la vida de los partidos, tengan sus enfrentamientos con las autoridades o los líderes de esos partidos. Eduardo Acevedo Díaz, que fue un brillante novelista –el primer novelista uruguayo–, un día tuvo la feliz ocurrencia de no votar por un señor Eduardo Mac Eachen –de quien hoy nadie se acuerda– y de votar por don José Batlle y Ordóñez para la presidencia de la república, por lo cual hasta hoy le tenemos que estar agradecidos, pero eso le significó un enfrentamiento con su partido y el extrañamiento hasta el final de sus días porque murió en Buenos Aires y no quiso volver al país en ninguna circunstancia.
Son cosas que pasan, pero sería injusto comparar la trascendencia y la obra política de don José Batlle y Ordóñez con la trascendencia y la obra política de José Enrique Rodó. Uno era un político, un estadista, y el otro era un literato, un pensador, un estilista, un hombre que le dio brillo al Uruguay desde la cultura. Y tanto ellos como muchos otros –que no sabemos si estaban con Batlle o contra Batlle– contribuyeron para hacer de aquel Uruguay del primer tercio del siglo XX, un país brillante, un país que dejó de ser La tierra purpúrea para convertirse en un punto de referencia en América y en el mundo también.
Podemos preguntarnos hoy acerca de la vigencia de José Enrique Rodó. Ha pasado mucho tiempo y los cuestionamientos de esa vigencia o las disquisiciones a su respecto se expresaban ya en los Cuadernos de Marcha, cuando celebraban el centenario del nacimiento de Rodó, en 1971, o los cincuenta años de su muerte, en 1967. Por supuesto que hay cosas que caducan irremisiblemente con el tiempo. En esta época de las redes, de los tuits de ciento cuarenta caracteres, nadie puede negar que la lectura de la prosa rodoniana no es fácil para las juventudes, pero por debajo de la forma y de la palabra están los conceptos. Creo que allí permanecen los conceptos de Rodó con una vigencia reforzada por los tiempos que corren, porque en esta civilización del espectáculo –como la llama Vargas Llosa–, en esta civilización de la frivolidad, de la fugacidad, donde parece que el entretenimiento es lo único que se busca, ¡vaya si tiene importancia y si estremece aún hoy el mensaje de Ariel, que reclama que cada cual le dé sentido a su vida buscando la realización de altos ideales! ¡¿No es eso justamente la antítesis de esta civilización de la frivolidad en la que vivimos?!
Y ese mensaje de Proteo, que llama a cada uno a buscar su vocación y a ahondar en ella hasta realizar su destino personal –porque esa es la mejor manera de servir al conjunto–, ¿no es una respuesta a la preocupación que todos tenemos cuando vemos que no llegamos con la educación a todos aquellos a los que querríamos llegar, cuando vemos que hay tantos jóvenes que se apartan de las aulas, cuando vemos que a veces parece que no hubiera otro entretenimiento más que el celular ni otra lectura adecuada más que la que provee entretenimiento circunstancial?
Creo que los mensajes de Rodó, condensados en esos libros magníficos, mantienen hoy plena vigencia y nuestra tarea es la de encontrar nuevos medios, nuevos vehículos, nuevos caminos para que esos mensajes del idealismo de siempre, del idealismo fundado en valores, en los valores que crean los hombres, que encontramos en nuestras propias obras, trasciendan e iluminen con su luz a las nuevas generaciones.
Han pasado cien años, pero la potente vibración del espíritu de José Enrique Rodó sigue llegando con sus ondas hasta nosotros y nos impulsa a seguir, como si fuese una prolongación de la última lección de Próspero que llama a cada uno a buscar los ideales que han de orientar su vida.
Muchas gracias.
(Aplausos en la sala y en la barra).