Repasemos algunos hechos de los últimos días y meses, para identificar un denominador común entre ellos:
un grupo de profesores ocupa un liceo público para impedir que se hagan allí las pruebas PISA, en las que Uruguay participa desde hace muchos años;
el directorio de una empresa sanciona a un trabajador con cinco días de suspensión, y el sindicato decide un paro de actividades durante esos cinco días;
la madre de una alumna de una escuela pública que fue reprendida por su maestra, va a la escuela y agrede físicamente a la maestra y a la directora;
un paciente, enojado por entender que no está recibiendo una atención adecuada, golpea a su médico;
la Policía es insultada y apedreada cada vez que ingresa, cumpliendo sus funciones, a algunos barrios considerados “zonas rojas”;
Lo que tienen en común estos hechos es que expresan, todos ellos, un desconocimiento radical de la autoridad que se supone que rige allí donde cada hecho se produjo.
Un grupo de profesores de un liceo no puede decidir por sí y ante sí que no va a cumplir determinadas tareas, aunque el Consejo de Secundaria haya ordenado su realización.
Los trabajadores pueden hacer paros o huelgas, obviamente, pero abusan de ese derecho si lo ejercen para impedir el ejercicio del poder disciplinario del empleador, sin el cual no puede este dirigir su empresa.
Los padres que golpean a los maestros y los pacientes o familiares de los pacientes que golpean a los médicos, aparecen cada vez con más frecuencia en la crónica policial. Además del ataque a la otra persona, condenable como tal con independencia de toda otra consideración, hay aquí una evidente demostración de falta de respeto a lo que esa persona en cada caso representa: la educación, considerada sagrada hasta no hace tanto tiempo en el país de José Pedro Varela; la medicina, otrora reverenciada -al igual que sus cultores- como la expresión más humana y bienhechora de la ciencia.
La Policía es la manifestación más visible y cercana de la fuerza pública, es decir, de la fuerza del Estado. Insultar y atacar a los policías es rebelarse contra el Estado mismo y contra el orden que el Estado impone y representa.
Los protagonistas de todas estas situaciones -profesores, obreros, madres, pacientes, vecinos- actúan como si no existiera ninguna norma que los obligue, ninguna autoridad a la que deban respeto y acatamiento. Más aún: algunos quizás hasta crean que tienen derecho a obrar como lo hacen.
Es que vivimos en un tiempo en el que “yo quiero” se transforma casi instantáneamente en “yo tengo derecho a”. Y al contrario: cualquier indicación de que hay límites que no deben transgredirse u obligaciones que deben cumplirse, es denunciada como manifestación de autoritarismo. Podría resumirse así: “yo tengo derecho a hacer lo que se me antoje, y el que diga lo contrario es un facho” (o un “botón”, según el caso).
La sociedad necesita un orden que asigne a cada uno de sus miembros derechos y obligaciones. El cumplimiento de las normas constitutivas de ese orden no puede dejarse librado a la voluntad de cada persona, sino que debe imponerse cuando sea preciso hacerlo. Eso es el derecho: un orden coactivo impuesto por el Estado.
Para hacer cumplir las normas jurídicas y sancionar a quienes las violen, el Estado dispone de sus funcionarios: policías, jueces, fiscales, inspectores de diversas actividades, etc. Pero no puede haber un policía ni un inspector al lado de cada ciudadano, controlando el cumplimiento de las leyes o imponiendo sanciones en caso contrario. Lo que ocurre, en tiempos normales, es que la gente actúa espontáneamente de acuerdo con la ley, porque siente que así debe ser. Cuando en la generalidad de los casos se cumple con la ley, resulta eficaz la acción de los funcionarios del Estado que persiguen y castigan a los pocos que la violan. Pero si la situación se invierte y en la generalidad de los casos se viola la ley, la represión de algunos es impotente para restablecer el orden.
Si se quiebra el orden el resultado no es una mayor libertad para todos, sino la vigencia implacable de la ley de la selva, de la ley del más fuerte: el que tiene los medios para imponer su voluntad, lo hace, y los más débiles quedan sometidos a su imperio.
La lucha por la civilización procura sustituir la fuerza por el derecho como regulador de la convivencia; y la lucha por la democracia procura que ese derecho emane directamente de la voluntad popular o de sus legítimos representantes.
Las sociedades que avanzan y prosperan son aquellas en las que existe un orden aceptado como legítimo y respetado por las grandes mayorías. Es en ese marco que puede haber paz y cooperación entre personas y grupos. La certeza acerca de lo que las normas permiten o prohíben y la seguridad de que esas normas se cumplirán, constituyen la base sobre la cual las personas proyectan su vida y realizan su proyecto, estudiando, trabajando, formando una familia, ahorrando, invirtiendo, educando a sus hijos, cuidando a los ancianos. Sobre las mismas bases las instituciones planifican y desarrollan su labor, las empresas invierten y la economía funciona produciendo bienes y servicios.
Uruguay se caracterizó y se singularizó durante mucho tiempo entre los países de América Latina por la solidez de sus instituciones y por el alto grado de certeza y seguridad jurídica que ofrecía a sus habitantes, nacionales o extranjeros.
Desde hace ya varios años, un fuerte oleaje cultural socava el basamento de esas instituciones, debilitando el apego a las normas en todos los órdenes de la vida. Se predica desde las más altas magistraturas republicanas que el fin justifica los medios (“lo político está por encima de lo jurídico”). Se difunde la falsa creencia de que la libertad consiste en hacer lo que a cada uno le venga en gana, con independencia de lo que diga la ley. Se alienta la contestación y aun el desafío a la autoridad de quienes pretenden hacer cumplir el orden jurídico; ni siquiera la autoridad del soberano se respeta y la mayoría parlamentaria “se pasa dos plebiscitos por las partes”. Se pretende igualar moralmente al que trabaja y al que roba (“el delincuente es un burgués apresurado”).
De esta manera se está destruyendo la infraestructura moral de la sociedad uruguaya. Sin instituciones fuertes por la adhesión espontánea de la sociedad, sin una cultura de apego al derecho y respeto a la autoridad legítimamente constituida y ejercida, no puede haber desarrollo, ni prosperidad, ni convivencia en paz.
Es todo esto lo que está en juego en el Uruguay de hoy.
Acerca de todo esto votaremos los uruguayos el año próximo.