11 diciembre, 2024

China: un caso de éxito que rompe los ojos

La reunión del G20 que se está desarrollando en Buenos Aires será el marco para varios encuentros bilaterales entre los líderes de las principales potencias mundiales. Ninguno de esos encuentros suscita más expectativas que el que reunirá a Donald Trump y Xi Jinping, los presidentes de los Estados Unidos de América y la República Popular China, respectivamente. Hay entre ambos estados una guerra comercial en ciernes, con el trasfondo de una clara rivalidad geopolítica. Esta pulseada entre los dos grandes incidirá fuertemente en la marcha del mundo en los próximos años.
El estatus de superpotencia de los Estados Unidos no es una novedad; viene desde el fin de la Guerra Mundial II, en 1945. Lo (relativamente) nuevo es que su rival sea la República Popular China, que hasta hace 40 años vivía sumida en la miseria y el atraso provocados por “El Gran Salto Adelante” (1958-1961) y la “Revolución Cultural” (1966-1976) de Mao Zedong. Aquella China pobre y atrasada, que no era rival ni para los Estados Unidos ni para la Unión Soviética -por entonces la segunda potencia mundial-, hoy es sólo un recuerdo. La China actual es próspera, fuerte y tan avanzada en ciencia y tecnología que se propone poner un hombre en la luna en los próximos años, por citar sólo uno de sus avances.
¿Qué pasó? ¿Cómo se produjo ese gran salto adelante verdadero, y no retórico, que hizo pasar de la pobreza a la prosperidad a la nación más poblada del planeta?
La respuesta es clara. China pasó de ser una economía socialista rígidamente planificada, cerrada y cien por ciento pública, a ser una economía de mercado y abierta al mundo, en la que las empresas públicas coexisten con un sector privado pujante y dinámico, donde tienen importante participación empresas y capitales extranjeros.
El artífice del milagro chino fue, se sabe, Deng Xiaoping. Muerto Mao en 1976, Deng se hizo con el poder y en 1978 puso en marcha las reformas que cambiaron el curso de la historia de China y el equilibrio del poder mundial. Las etapas de las reformas fueron varias y alcanzaron sucesivamente a diversos sectores de la economía china, pero el primer paso fue la reforma de la agricultura, en 1978. Mao había nacionalizado la tierra y había establecido en las comunas un sistema de distribución igualitario que eliminaba cualquier estímulo al esfuerzo individual; el resultado era un nivel de producción muy bajo. El cambio consistió en pasar al sistema llamado “de responsabilidad familiar”, en el cual cada familia recibe una parcela, que sigue siendo de propiedad colectiva, para que la explote por un plazo no menor de 15 años, con la obligación de entregar al Estado una parte de su producción (fijada por contrato) y la libertad de producir lo que quiera y venderlo a quien quiera, una vez cumplida aquella obligación.
“El éxito de la reforma agraria fue fulminante”, dice Eugenio Bregolat, un diplomático español que fue embajador de su país en China en tres períodos distintos y ha volcado su rica experiencia en varios libros y artículos de prensa. “En 1984 la producción de grano alcanzó 407 millones de toneladas, un aumento del 33% respecto a 1978. La renta media anual de las familias campesinas, partiendo de 150 yuanes en 1978, superó los 500 en 1985 y alcanzó los 1.000 en 1990. La demanda de bienes de consumo del campesinado hizo posible el gran desarrollo de la “industria rural” (o “industria de ciudades y pueblos”), cuyo embrión fueron las empresas de comunas y brigadas. Los ahorros del campesinado proporcionaron capital a la industria rural, que dio empleo a buena parte del excedente de mano de obra agrícola. Si el número de empresas rurales era de 1,5 millones en 1978, con 28 millones de empleados, pasó a ser de 12 millones en 1985, con 70 millones de empleados, y de 22 millones en 1995, con 130 millones de empleados” (E. Bregolat, La Segunda Revolución China, ed. 2011, pág. 69).
Después de esta reforma agraria, hecha para alentar la iniciativa privada y no para sofocarla, vinieron otras muchas reformas, cuyo resultado acumulado está a la vista y deslumbra: China compite de igual a igual con Estados Unidos, habiendo dejado por el camino a las demás economías del mundo, y los chinos viven hoy mucho mejor que hace 40 años, cuando la reforma empezó.
Es el mismo país, el mismo pueblo, la misma cultura y hasta el mismo régimen político (porque esto no cambió: China sigue sometida a la dictadura del Partido Comunista): pero cuando el sistema económico era el del socialismo, la planificación centralizada y rígida, el proteccionismo a ultranza y el sometimiento de lo individual a lo colectivo los resultados fueron el atraso y la pobreza, y cuando lo anterior fue sustituido por la economía de mercado, la apertura al mundo (ingreso a la OMC mediante), el respeto de la propiedad privada y el fomento de la iniciativa individual, el resultado fue el éxito, rápido -en términos históricos- y contundente.
La lección es demasiado clara y elocuente como para no aprovecharla.
No vamos a prosperar prendiéndole “velitas al socialismo”.
Estimulemos la iniciativa privada, respetemos a los que invierten así como a los que trabajan, hagamos que el Estado ayude a la producción y evitemos que la sofoque con impuestos y tarifas abrumadores.
No hay cómo errarle; es por ahí.
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