11 diciembre, 2024

Jaque a la laicidad

Por Ope Pasquet

Informa El Observador (edición del pasado miércoles 17) que, a pedido del cardenal Daniel Sturla, la Intendencia de Montevideo envió un proyecto de decreto a la Junta Departamental, solicitando anuencia para la colocación de una estatua de la virgen María, de casi cuatro metros de altura, en la rambla de la ciudad. El símbolo religioso se instalaría en un predio contiguo a la Aduana de Oribe -rambla Armenia y Tomás Basáñez-, frente al puertito del Buceo. En ese predio la Iglesia Católica convoca anualmente al rezo de un rosario de bendiciones para las familias.

Aun en un país como el Uruguay, en el que los valores republicanos y la cultura cívica que los sostiene han sufrido tan notorio deterioro en las últimas décadas, sucedió que a alguien le pareció que la instalación de una estatua de la virgen María en el espacio público podría rozar de alguna manera a un ente esotérico llamado «laicidad». No está claro actualmente qué sea eso de la laicidad, más allá de que en el imaginario colectivo su figura espectral aparezca asociada a otras entelequias en retirada, como la «obligatoriedad» de la enseñanza y su carácter «gratuito», del mismo modo en que el «aedes aegypti» se asocia al dengue, el zika y la chikungunya.

Pese a estas dudas, decíamos, se ve que a algunos jerarcas de la Intendencia les pareció que la laicidad podía llegar a tener algo que ver con el tema, por lo que salieron a aclarar que están a favor del pluralismo y de darle espacio a todas las manifestaciones posibles de todos los credos y cultos. La prensa, por su parte, comentó esas declaraciones anotando que en la rambla ya existe una estatua de Iemanjá, autorizada por el Dr. Tabaré Vázquez cuando fue Intendente de Montevideo, así como otra de Confucio en el Parque Rodó, un monumento al Holocausto judío en la rambla y bulevar Artigas y la escultura del coreano que saluda («Greetingman») en la rambla casi Solano López. Quien recuerde las estrofas del tango Cambalache echará de menos la evocación de Don Chicho y Napoleón, Carnera y San Martín; quedarán seguramente para otra ocasión.

Por mi parte, lamento agregar al calor y a la humedad de estos días la pesadez de una referencia jurídica sumamente densa, pero resulta que es insoslayable: el artículo 5 de la Constitución no solo consagra la libertad de cultos, sino que además dice que «El Estado no sostiene religión alguna». O sea: en el Uruguay cada persona puede creer lo que quiera, o no creer en nada; el Estado no solamente no interfiere con la libertad religiosa de nadie, sino que asegura y garantiza la libertad religiosa de todos. Eso sí: el Estado mismo no se mete en cuestiones religiosas de naturaleza alguna: por eso es laico. El Estado es una «asociación política», como dice el artículo 1 de la Constitución; las relaciones de cada persona con la trascendencia -en la forma en que cada una la entienda- quedan fuera del objeto de esa asociación política.

Contra lo que algunos pretenden creer, o hacer creer a otros, la Constitución no dice que el Estado deba sostener a todas las religiones por igual; dice que «no sostiene religión alguna». No es lo mismo, obviamente. Sostener a todas las religiones por igual sería desconocer los derechos de quienes no profesan creencias religiosas y no tienen por qué contribuir con sus impuestos a sostenerlas, ni tienen por qué aceptar que se apropien ellas de los espacios públicos, ni de los bienes públicos de cualquier naturaleza.
«Lo público» es lo de todos, ateos, agnósticos o creyentes; ninguna parcialidad tiene derecho a apropiarse de lo que es común. Es legítimo y no molesta a nadie que los católicos, en ejercicio de la libertad religiosa que siempre han tenido en este Uruguay laico y tolerante, se congreguen a rezar sus oraciones en un espacio público, en la rambla o donde sea; pero lo que no pueden legítimamente hacer es apropiarse de ese espacio como si fuera solo de ellos, instalando allí una estatua de casi cuatro metros de altura, como quien planta un mojón para marcar el territorio.

La separación del Estado y la Iglesia, resuelta en el Uruguay por la Constitución de 1918 (la menciono por el año del plebiscito que la aprobó), fue una buena solución. Desde entonces el Uruguay se vio liberado de las contiendas que en tantos países del mundo enturbian y agitan, aun hoy, las relaciones entre las autoridades políticas y las organizaciones religiosas, produciendo efectos dañinos en el seno de la sociedad. La separación le hizo bien al Estado, les hizo bien a todas las iglesias y le hizo bien a nuestra sociedad. La separación fue un éxito en la construcción histórica del Uruguay; más que seña, es blasón de la identidad nacional.

Ha pasado casi un siglo desde 1918. En la perspectiva de esta nación que no celebra aun su bicentenario, es mucho tiempo; tanto, como para que hayamos dado el tema por definitivamente resuelto y no nos parezca necesario volver a reflexionar sobre él. Pero la Iglesia Católica tiene dos mil años de existencia; desde su perspectiva (la perspectiva de quienes se pelearon con la Iglesia Ortodoxa en el año 1054 y retomaron el diálogo la semana pasada…), lo del Estado laico sucedió ayer nomás y podría cambiar mañana; por lo menos en la sustancia, si no en la forma…Ya se sabe que el que la sigue, la consigue.

Es preciso defender lo que vale y es de todos. La laicidad nos ha permitido y nos permite convivir en paz y en libertad, sin que nadie sienta temor por asistir a un templo, ni por no hacerlo. Cuidemos eso, preservando la absoluta neutralidad religiosa del Estado y, por consiguiente, la de los espacios públicos.

 

Columna publicada en Montevideo Portal.

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