Cuando en la madrugada del miércoles 9, comenzaron a tomar estado público los primeros resultados de las elecciones estadounidenses, los analistas de todas partes, seguramente desconcertados, se dedicaron a desplegar un abanico de justificaciones que explicaran lo sucedido.
En las principales ciudades de Estados Unidos miles de manifestantes -en su mayoría jóvenes, básicamente mujeres- se congregaron en las grandes avenidas, autoconvocados a través de las redes sociales, para exponer su descontento a voz en cuello, con improvisados carteles bajo la consigna: Not my president, (No es mi presidente).
No eran apenas militantes demócratas, que volvían de trabajar en la campaña, acongojados por la derrota de su candidata, se trataba de una suerte de rebelión ciudadana, en la que también había republicanos que acababan de votar fuera del lema, en rechazo al candidato de su partido.
La vocinglera multitud, espantada por el discurso y los antecedentes del electo presidente, temerosa de perder algunas de las conquistas democráticas o de ver recortados algunos de los preciados derechos civiles, no pone en tela de juicio el procedimiento electoral -aunque buenas razones habría tenido de hacerlo en presencia de un sistema en que el candidato más votado (Clinton, 59.600.327 votos) es superado, en la carrera a la Casa Blanca, por el qué menos votos obtuvo (Trump, 59.389.590)- pero sí cuestiona, la amenaza que representa el nuevo presidente para las instituciones democráticas y para el marco de derechos y de libertades.
Los observadores internacionales tan apegados a comparar situaciones diversas, enumeran media docena de sorpresivos sucesos, que tienen puntos en común: Le Pen (Francia), Podemos (España), Trump (Estados Unidos), NO (Colombia), Brexit (Reino Unido), Syriza (Grecia), aunque desiguales, son fenómenos revulsivos que cada tanto acontecen, últimamente con más frecuencia, que merecen ser estudiados con atención para atender y entender las señales que surgen de la sociedades contemporáneas.
El Trump uruguayo
Entre nosotros, no sin cierta frivolidad, se han querido ver varias semejanzas, entre el presidente electo de los Estados Unidos y el candidato del recientemente constituido Partido de la Gente.
Uno y otro son empresarios, dueños de una gran fortuna (aunque compararlas resulte irrisorio), que carecen de formación política, y el mayor objetivo de ambos es alcanzar el gobierno. Ninguno de los dos cree imprescindible contar con un ideario en el que inspirarse, apuestan a la desideologización de la política, confiados que están en un buen manual de gestión.
Se sabe del estadounidense, que nunca pagó impuestos.
Que hizo que Dan Greaney, el guionista de Los Simpson, ya en marzo de 2000, anunciara que iba a ser presidente.
Que al igual que el calvo candidato uruguayo, antes de lanzarse, dio su apoyo -en pasadas elecciones- a candidatos de los dos Partidos Fundadores.
Trump compró una precandidatura y luego vendió una imagen de éxito. Novick hizo de su imagen de comerciante exitoso, el principal y único cartel luminoso; y antes de tener partido -sin votos al parlamento- se hizo de un senador y dos diputados que adquirió en la bolsa de sus artimañas.
Seguramente faltan en esta nomina muchas otras diferencias y semejanzas que con el tiempo habremos de ir conociendo mejor.
¡No es mi candidato!
En lo que a nosotros importa -desde aquellos últimos días de enero de 2015, en que las cúpulas del Partido propusieron al mencionado empresario, para ocupar la tercera candidatura de la Concertación– he sostenido la inconveniencia de proyectar, a un personaje enteramente ajeno a la política, del que nada se sabe, sólo que proviene del mundo de los negocios.
Que haya alcanzado a ser millonario no le agrega ni le quita. No se trata aquí de juzgar lo bien o mal habida de su riqueza, para eso está la justicia. Se trata de saber cuales son sus convicciones, a que se debe su decisión de hacer política y cual es su proyecto.
Hasta que no demuestre lo contrario, todo parece anunciar el advenimiento de una cerril versión de la política, al servicio de grandes capitales.
La República desde sus albores optó por un sistema de partidos, en donde las corporaciones aunque tengan voz, claramente no tienen -o no deben tener- voto, en los ámbitos del poder estatal.
Esto es así, muy a pesar de las pretensiones de las corporaciones obreras y patronales.
Hemos presenciado pasivamente -desde la llegada del Frente Amplio al poder- una inadmisible injerencia de la central obrera, operando políticamente en las decisiones del gobierno; no podemos tolerar ahora, un partido político emparentado con las cámaras empresariales y los principales grupos económicos, que pueda terminar de perforar el sistema de equilibrios que nos hemos dado.
Naturalmente no objeto, el derecho que les asiste a los integrantes del nuevo lema, a legitimarse ante la Corte Electoral, como cualquier otro partido político, y a desarrollar dentro del marco de la Constitución y de la Ley su actividad proselitista.
Pero aunque no dudo del fracaso electoral que le espera al flamante grupo político de la Gente, permítaseme parodiar a los inquietos ciudadanos estadounidenses, adelantándome a expresar en voz alta y en mi idioma: ¡No es mi candidato!