El jueves 23 se firmó en La Habana el acuerdo entre el gobierno de Colombia y las FARC, que dispone el «cese al fuego y desarme bilateral y definitivo» como paso previo al acuerdo de paz final que podría celebrarse quizás el próximo mes de julio. Una vez que se firme ese acuerdo final, correrá un plazo de 180 días para que comience y se complete el desarme. El último tramo del camino está aún por recorrerse, pues, pero si se ha llegado hasta aquí cabe presumir que se llegará al final. Así lo entienden los colombianos, que están festejando lo que consideran, con sobradas razones, un hito histórico para su país.
La guerrilla de las FARC, de inspiración comunista, surgió en 1964. Desde entonces, el conflicto causó unos 260.000 muertos, 45.000 desaparecidos y casi siete millones de desplazados. No conozco estimaciones del daño económico sufrido por Colombia, pero es obvio que tiene que haber sido cuantioso. A lo anterior debe sumarse que desde hace años la guerrilla se había conectado con el narcotráfico; ambos flagelos se potenciaron mutuamente, aumentando su capacidad destructiva y disolvente de las bases materiales y morales de la sociedad colombiana.
Los efectos de la acción de las FARC no se limitaron al territorio colombiano. Las columnas guerrilleras se internaban esporádicamente en zonas limítrofes venezolanas y ecuatorianas, y hasta ellas llegó también en alguna ocasión la persecución de las Fuerzas Armadas colombianas, con las consiguientes fricciones diplomáticas. Estados Unidos apoyó resueltamente al gobierno de Colombia, lo que suscitó el recelo de algunos gobiernos de la región.
El fin de la guerrilla de las FARC, pues, es una gran noticia no solamente para los colombianos, sino para la comunidad internacional toda. Por eso ayer en La Habana estaban presentes, junto al anfitrión Raúl Castro, presidente de Cuba -uno de los países «garantes» del proceso de paz- y a los representantes del gobierno colombiano y de las FARC, los presidentes de Venezuela y Chile -países «acompañantes» del proceso-, el canciller de Noruega -el otro país «garante»- y el Secretario General de las Naciones Unidas, Ban Ki-Moon.
Es claro que, si todo sale como está previsto, el presidente colombiano Juan Manuel Santos se habrá ganado un lugar destacado en la mejor historia de su país. El expresidente Álvaro Uribe, en cambio, ha sido un opositor duro y tenaz del proceso de paz, por lo que quedó fuera de la foto triunfal de ayer. No sería justo olvidar, empero, que fue el gobierno presidido por Uribe e integrado también por Juan Manuel Santos, como ministro de Defensa, el que infligió a las FARC las derrotas militares que las obligaron a sentarse a la mesa de negociaciones. Difícilmente se hubiera llegado a ese punto con otros gobiernos colombianos, anteriores a Uribe, que quisieron aplacar a las FARC permitiéndoles que medraran a su antojo en vastísimas «zonas desmilitarizadas»; esa debilidad no acercó la paz sino que estiró el conflicto. Uribe y Santos terminaron enfrentados, como es notorio; pero vistas las cosas en perspectiva es claro que ambos coadyuvaron, bien que en distintos momentos y de distinta manera, al logro que hoy se celebra.
¿Le deparó algún bien a Colombia esa acción guerrillera prolongada durante más de medio siglo? ¿Valieron la pena tantos miles y miles de víctimas, tantas familias destruidas, tantas vidas frustradas, tanta violencia y tanto dolor? Es tarde para que se hagan estas preguntas los que dedicaron su juventud a perseguir una utopía nebulosa, deambulando por la selva con el fusil en la mano, dispuestos a matar y a morir para conseguir a sangre y fuego no se sabe bien qué. Pero los que hoy son jóvenes deben reflexionar acerca de la tremenda experiencia colombiana. Acerca de ella también cabe decir: nunca más.
Columna publicada en Montevideo Portal.