19 marzo, 2024

No ambiciono otra fortuna, otra fortuna…

Por Silvia Lecueder

El domingo pasado, al igual que todos los 19 de junio desde 1940, los alumnos de primero de liceo de todo el país fueron obligados a prestar juramento a la bandera. A estos jóvenes, reunidos en acto solemne, se les pregunta:

¿Juráis honrar vuestra Patria, con la práctica constante de una vida digna, consagrada al ejercicio del bien para vosotros y vuestros semejantes; defender con sacrificio de vuestra vida, si fuere preciso, la Constitución y las Leyes de la República, el honor y la integridad de la Nación y sus instituciones democráticas, todo lo cual simboliza esta Bandera?

A lo que, al prestar el juramento, se responde: ¡Sí, juro!

A mis doce años, la noche anterior a la fiesta patria, no pude dormir. Me desvelaba un dilema: no estaba segura de ser tan valiente como para dar mi vida por la bandera, pero a la vez no quería fallar a lo que yo imaginaba que mis padres, mi escuela y mi patria esperaban de mí. Finalmente a la mañana siguiente juré, y por suerte la vida no me ha puesto nunca en la necesidad de cumplir semejante compromiso. Yo era, me lo han dicho muchas veces, una niña que se tomaba demasiado en serio las cosas. Otros compañeros recurrían a trucos como mover los labios sin emitir la voz, o cruzar los dedos, lo que anula, según es sabido, cualquier juramento. No vale hacerse el enfermo o el ausente, ya que tarde o temprano, deberán prestar juramento para obtener el necesario certificado.

Ese mismo día, los niños de primero de escuela, de 6 o 7 años de edad, prometen la bandera, en el entendido que prometer implica un grado de compromiso menor a jurar, Sin embargo, me parece importante que los niños aprendan que las promesas son para cumplirlas. La fórmula para los escolares no incluye el ofrecimiento de sacrificar la vida, pero sí cantan la canción que han estado ensayando días antes:

No ambiciono otra fortuna,

otra fortuna;

ni reclamo más honor,

más honor;

que morir por mi bandera,

la bandera bicolor.

Que morir por mi bandera,

la bandera bicolor.

¿Realmente los padres de esos niños y jóvenes aprueban que sus hijos mueran por la bandera, que no ambicionen otra fortuna ni reclamen más honor? ¿Vale más un objeto remplazable que una vida irremplazable?

Esta obligación a la que sometemos a los niños y jóvenes debería derogarse, o al menos reformular la pregunta, de modo que no incluya el sacrificio de la vida. Hay otras maneras de celebrar la patria que no impliquen este desmesurado compromiso. De hecho, tengo entendido que se ha dejado de exigir el certificado en la mayoría de las instituciones, pero de todos modos la ley está vigente y sus consecuencias no benefician a nadie.

Se me dirá que exagero, que todo esto es una metáfora, un símbolo, que no es en serio, que se trata de un homenaje a los héroes de la independencia, un remanente de la historia.

Aun así, este juramento, realizado en estos términos, nos pone frente a dos posibilidades: o bien obligamos a nuestros niños a asumir un compromiso que no podrán cumplir, que no querrán cumplir y que no queremos que cumplan; o bien les estamos comunicando que es admisible que hagan promesas y juramentos que luego no van a honrar. Ninguno de estos dos mensajes son apropiados para la educación moral de un niño.

La falta de juramento de fidelidad a la bandera acarrea sanciones. No se podrán expedir títulos profesionales o técnicos sin el cumplimiento de esa obligación. Asimismo, ningún ciudadano será admitido a desempeñar cargos en la administración pública sin haber justificado el cumplimiento de la obligación de juramento de fidelidad a la bandera.

Algunas personas me han dicho que, aunque no comparten el juramento, ni desean que sus hijos lo cumplan, no pueden arriesgarse a que reciban sanciones, no puedan obtener un empleo, estudiar una carrera o sufrir cualquier inconveniente. Al fin y al cabo, no es más que un trámite, dicen. ¿Qué se pierde?

Se pierde la verdad.

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